El olor del asfalto
Me encantan esas películas americanas, las “road movies”, en las que unos personajes con poco que perder se entregan a la única tarea de devorar kilómetros. Por lo general los protagonistas –ella y él- se montan en un descapotable, uno de esos típicos coches yankees, más largos que un día sin pan, con faros redondos y pinturas de colores vivos. Desde ese instante la vida sólo tiene dos referentes para ellos: la amplia carretera que invita a seguir adelante y el espejo retrovisor, que deja entrever qué dejan atrás.
Pocos son los que en un momento u otro no han sentido esta “llamada de la selva” que por obra y gracia de la tecnología y de los tiempos modernos se ha encarnado en el símbolo de independencia que la sociedad occidental idolatra: el coche.
Y me atrevería a decir que todos hemos elegido alguna vez ese camino, aunque nuestro coche solo haya circulado en nuestra mente, viendo pasar imágenes emborronadas por la velocidad y la sensación de dejar atrás cosas que duelen.
Las huidas físicas siempre me han parecido peligrosas. Abandonar todo, buscar una nueva vida, cambiar de ciudad o incluso de país casi nunca produce el efecto deseado. Normalmente terminas descubriendo que no sirven de nada, que vayas donde vayas te persigues a ti mismo. Pero la mente, nuestro mayor enemigo, también es nuestro mejor aliado. Y de su mano podemos tomar ese camino de la “huida” con la convicción de dejar cosas atrás, de entregarnos al placer de la incertidumbre, disfrutando al no saber que nos reserva la vida y no esperar. Arrancar, coger una carretera y salir a su encuentro.
Y todo esto viene al caso porque hace poco hablé con una gran amiga mía, una de esas personas que veneras por su integridad y que quieres por que se lo merecen. Antes siempre iba acompañada de aquel hombre, alguien que la quería. Pero la última vez que la vi estaba sola. Sus palabras me trasmitieron su deseo de descubrir una nueva vida, una nueva forma de ver las cosas. Y encandilado por el brillo de sus ojos, grandes y negros, y sus palabras, la imaginé montando en un gran descapotable de color plateado. Vi cómo giraba el retrovisor, se miraba coquetamente en el espejo mientras se colocaba unas gafas de sol y arrancaba. Y en el camino, mientras las ruedas giraban furiosas, el viento acariciaba su pelo castaño y el sol templaba su ánimo. En la radio Tracy Chapman cantaba “¿sabes que hablar de revolución suena como un susurro?”.
Para Chus
El Padrino
Páginas de Segovia | Marzo de 2001
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