Los chicos de oro de Caja Segovia se quedan sin carné
Una, que ha probado jamones de pata negra, siempre de Guijuelo o de Jabugo, pocas veces ha probado la técnica del buen ‘colocao’.
Con un carné de pata negra hemos visto a centenares de colocaos en Segovia durante los últimos cuarenta años. Sí, me refiero a colocaos por el régimen. En el otro régimen, en el de la España adelgazada por el hambre, también había colocaos, pero eran otra cosa.
Agudíez y Soto, Atilano y Manuel, han tenido sus buenas colocaciones. Uno fue senador del Reino, casi nada. Al otro le llamaban multipuestos. Era como un pulpo que a todo se agarraba, que por todo pasaba. No hace falta recordar la trayectoria por todos conocida mientras media Segovia vivía a todo trapo en la época zapateril.
Me contaba el viejo Luis Erik Clavería en una tarde de perros para él, con la pata encima de un banco y aquejado de gota. Digo que me contaba las aventuras de dos jóvenes vecinos de Segovia buscando militancia clandestina en el año 1976. Al grano, me contaba que no encontraban un socialista ni debajo de las piedras. Entonces no había carnés ni socialistas por las frías calles de Segovia.
Tras unos meses de preguntas e investigaciones, un liberal que tenía un comercio en la calle Real de Segovia les comentó que había oído que había un socialista, era de Segovia, de Escalona del Prado para más señas y se llamaba Isaías Herrero.
Los dos se pusieron a la busca y captura del único socialista clandestino que había nacido en la provincia. De la UGT ni hablamos. No había ni uno. Pues bien, Isaías conducía un camión, como en la canción de Loquillo. Y le encontraron. Era militante de la agrupación de Burgos. Entre unos cuantos comunistas, un Clavería que iba por su cuenta, un camionero socialista y un liberal que delegaba su voto en un comunista que militaba a la izquierda del PCE de Carrillo, montaron la Junta Democrática en Segovia.
Eran los únicos con carné y con pedigrí. Los demás llegaron después. Cuando la CIA, el SPD alemán y el rey Campechano primero llenaron de millones y millones las arcas de los partidos embrionarios del nuevo régimen. Los de última hora, a partir de entonces, empezaron a expedir carnés y puestos como si tuvieran un estanco en concesión vitalicia.
Manolo Agudíez llegó después. Los nuevos socialistas, que en su puta vida habían luchado contra la dictadura, se pusieron a la caza de futuros alcaldes y concejales para las primeras elecciones municipales tras fallecer el Caudillo por la gracia de Dios. Y en esas apareció Manolo. El carrerón, como digo, comenzó en el Vilorio Sierte y terminó en la plaza de la Marina Española… y en la Caja.
Atilano venía de otra pata del banco. De la pata azul. Los pata negra de la Falange fueron captados por el gran jefe sioux del Movimiento Nacional. Ahora le ponen un tesoro oculto en el Archivo, pero cuando mandaba se encargaba de elegir a sus secuaces en ayuntamientos segovianos y jefaturas locales del Movimiento fascista. A san Adolfo Suárez me refiero.
Del dedo incorrupto de san Adolfo surgieron en Segovia, en el 76 y 77, todos los que algo fueron y algo colocaron. De un gobierno civil llegó el bueno de Modesto Fraile. De un hospital y una consulta salió el bueno de Carlos Gila. Con estos y otros cuantos, senadores del reino y diputados ucedistas, salió el bueno de Atilano.
Del sillón de la jefatura provincial de la cosa educativa fue saltando. Golpe a golpe, puesto a puesto. Y Atilano pasó por todos los que merecían la pena. Y también se sentó en la Caja. Esa Caja que nacía un día de Santiago Apóstol, allá por 1877.
La inquietud de un grupo de segovianos de terminar con la usura descrita, en frase gráfica, por don Guillermo Martínez, de «real por duro mensual» (un 60 por 100 al año), y quisieron aquellos buenos segovianos, emulando a los Franciscanos de Italia y a otras Instituciones (muy pocas por entonces) existentes en España, crear un Monte de Piedad en favor de las clases menesterosas.
Pues bien, si los fundadores emulaban a los Franciscanos, los enterradores han emulado a los Borgia. Y los enterradores no están solos, no son los que ahora entregan o se quedan sin carné. Ni son del PP y el PSOE. Otros muchos han colaborado en el entierro. Prebostes que han sabido dimitir o salir a tiempo, y otros a los que ha pillado el desaguisado, perseguidos por jueces, fiscales y pequeños grupos políticos.
El entierro de las Cajas, en realidad, comenzó en el felipato. Bajo la hégira de Felipe González se preparó el reparto del botín. Desde un infausto día, el 2 de agosto de 1985, entraban los pata negra de sindicatos y partidos del régimen dispuestos a repartirse un tesoro centenario que había sido administrado por Franciscanos. A partir de ese momento, y durante unas décadas, fue administrado por los Borgia.
Es lunes, un lunes al sol, sentada junto a la iglesia de San Nicolás de Bari. Estoy en Torrecaballeros con el viejo Antonio, ‘Tono’ para los amigos. Me habla del papa Alejandro VI con una novela bajo el brazo. Con su diatriba sobre el nepotismo, sonrío. Y le acompaño por la carretera hasta llegar al cajero automático. Es lo que nos ha quedado de la vieja Caja fundada un día de Santiago Apóstol. ¡Santiago y cierra, España! La Caja ya se cerró.
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