Hoy vengo

Hoy vengo (por la puerta de atrás) dispuesto a hablar de los dolores. No, no crean que el tema es de especial gravedad… No pienso referirme, más allá de esta aclaración, a esos dolores graves, terribles… inhumanos. No, mi intención es referirme a esos dolorcillos más o menos llevaderos, esos pequeños recuerdos de lo físico que es el mundo; y cortante en ocasiones.
Mi necesidad de sacar el tema a la palestra me sobrevino hace un par de semanas, cuando en casa de un amigo, me dispuse a echar una mano tras una cena-invitación digna de referencia por sí misma. Pero, miren por donde, la fiesta no quedo ahí. Imaginen al que suscribe ataviado con un precioso delantal con corazones estampados y un “la mejor mamá del mundo” como patrocinador del equipo. Ese fue el uniforme que me prestó mi bendito amigo cuando me ofrecí a fregar los platos. Quién me iba a decir a mí, que segundos después, tras reventar un vaso en mis manos me encontraría con el “la mejor mamá del mundo” cubierto de sangre, los adoquines a lo Atleti de Madrid y mi dedo corazón derecho presentándose como firme candidato a fuente de la Granja.
Cuando pude recobrarme del susto me dirigí a mi amigo por su nombre, que vino en mi auxilio con su bronceado de tres meses desterrado en un segundo. Lo de menos fueron los chorretones de sangre, la pelea de los dos, codo con codo, por parar la hemorragia (debiera haber escrito “la putada”), ni la confesión de mi amigo, que me susurró que se mareaba al ver sangre, tras 20 minutos de hazaña. En realidad, aquello me hizo sentir el dolor tras varios días de estado de salud óptimo, como recuerdo de la fragilidad que nos atenaza y amenaza a diario.
Y eso sin menoscabo de dolores tan singulares que pueden ser hasta deseables. Me explico. El dolor, en uno mismo y en aquellos que quieres, no es cosa de broma. Pero ¿no ha deseado nunca que alguien pudiera sentir un buen dolorcillo? Nada grave, un inocente y repentino aguijonazo, o un picor molesto… Si su respuesta es no, me han dejado en la estacada. Sí, confieso que, de vez en cuando, mi pensamiento dedica un dolorcillo a chulos, macarras, incordios, etc. Por ejemplo, el otro día, mientras cenaba con una amiga, dos bestezuelas (léase niños) jugaban (un antropólogo habría podido estudiar los comportamientos del neandertal) alrededor de mi mesa. Mientras, su progenitor se limitaba a mirarlos de vez en cuando con una sonrisa de oreja a oreja. Pues bien, por momentos deseé que el de la sonrisa indeleble sufriera un apretón intestinal –de lo más inocente- y tuviera que abandonar el establecimiento a toda prisa.
Una vez pasado este primer impulso, me alegro de que carezcamos de ese poder. ¿Cuántas veces me habré evitado ser yo el que salga corriendo por una imperante necesidad?
El Padrino
Páginas de Segovia
Septiembre de 2002
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