¡No olviden sus objetos personales!
Los servicios mínimos es lo que tienen: incomodidades. Amén de otras cosas... ¿Por qué digo yo, servicios mínimos...? Y un cagarro como el sombrero de un picaor!
Mínimos serán en el número de salida (a los trenes me refiero esta vez), caso de que salgamos, porque ya llevamos diez minutos de retraso en el arranque.
Mínimos en el número de salidas, decía, porque máximos en afluencia. Y las avalanchas son, también, lo que tienen.
Y lo que tienen es que mi asiento era: el 113 del coche siete y estoy, física y literalmente, adherida a la puerta del water-close del vagón número tres.
Envidiando, eso sí, al o a la que está detrás de la puerta sentada tan rica y cómodamente en esa taza que rezuma los orines de un parkinsoniano.
Os describo el cuadro: La estampa que mejor reproduzco, dada mi situación de adherencia contra la puerta, no es otra que la del hermano mayor del pictograma que, creo, tengo sobre mi cabeza. El giro de mi cuello no me permite exorcistas alegrías.
Una señora de edad incierta clava las ballenas de su faja contra mis intercostales derechas mientras me míra, digo yo, con descaro tras unas gafas negras de hormiga atómica.
Los afluentes del sobaco izquierdo del grandullón que tengo delante son de tal caudal que para sí los quisiera el Ebro en sus mejores momentos.
Para más inri, de vez en cuando, rasca sin decoro ni mesura esa parte donde la espalda pierde su casto nombre, lo que provoca alteraciones en mi blakberry que sostengo, como libro litúrgico, en el mínimo espacio que deja la situación descrita hasta ahora y una cuarentona de tan esperpéntico como apetecible atractivo a la que casi siento las sístoles y diástoles de su corazón.
Anuncian por megafonía que disponemos, en el vagón número tres, de máquinas de bebidas y snaks. Y pienso que si alguien es capaz de llegar a ese punto, Edurne Pasabán es una floja sobrevalorada y que no merece el reconocimento que se le ha dado.
- "A mí, con tal de que me lleve a Valladolid, como si tengo que ir en el techo..." Quien lo dice no tendrá más allá de veinte años y aún se ven, en las hojas de sus ilusiones, los matasellos del último interrail de este verano.
Suena el din don ding que nos avisa de que estamos llegando a Segovia. Que no nos dejemos ningún objeto personal -dice...-.
La marea se mueve como una mancha compacta que me recuerda a la película "Cuando ruge la marabunta".
Es absolutamente imposible "prepararse" para descender en la estación de Segovia y le doy gracias al cielo por haberme obligado a permanecer anclada, durante veinte minutos, a esa puerta. Total, la de salida está tan solo a un par de empujones y tres clavadas de codo.
Al bajar al andén, el perfume empalagoso de la hormiga atómica -viva imagen de un Roy Órbison atiborrado de botox- aún persiste en mi lateral derecho. La lluvia que moja a la ciudad del Acueducto contribuye a intensificar el olor adherido. Y, a modo de ducha purificadora, camino un rato sin el resguardo que nos dan las marquesinas que nos protegen de las inclemencias.
Veo iniciar la marcha del tren camino de su destino final y la imagen que me devuelven sus vagones atestados es la de un tren ovejero. No tanto por la lana, si no por los borregos que hemos descendido y continúan en él.
Cuando noto el firme del suelo bajo mis pies, me palpo sobresaltada los bolsillos del alma con la seguridad de que en el tren que se aleja me he olvidado algún objeto personal.
Camino hacia las escaleras mecánicas de salida y me viene a la memoria el discurso chusco y manipulador de Rajoy: "...hay otros millones de personas que no se manifiestan y desde su silencio contribuyen al levantamiento de España".
Al abandonar el útero de la Guiomar la lluvia, más intensa que hace unos instantes, aclara mi entendimiento y, en un flash-back punzante me veo con un pie en el peldaño del vagón en el mismo instante que el otro pisa las baldosas del andén. Una especie de desgarro recorre mi cuerpo al comprobar que sí, que a pesar de la advertencia sonora me he dejado algún objeto personal,- no es la primera vez, pienso-, y que entre esa masa informe de la que he formado parte hace unos minutos se va algo de mi pertenencia.
La lluvia arrecia y vehicula mi retorno a la realidad. El autobus urbano que nos trasladará hasta el centro de la capital aparece en la curva que desemboca frente a la puerta de la Segovia-Guiomar. Ha surgido de la neblina que nos envuelve como un monstruo torpe, brillante y luminoso.
Al entrar en él la temperatura calefactada empaña mis gafas. Antes de tomar asiento un bofetón de realidad aclara mis dudas para poner tras los vidrios empañados de mis gafas los objetos personales que se han quedado pegados a la puerta del escusado. Para la ciudad del Pisuerga se va parte de mi rebeldía, el derecho a la crítica y una buena dosis de esa elemental integridad moral que debería distinguirme de los atolondrados ovinos.
Con el traqueteo del autobús sobre los adoquines del pavimento me suena el cencerro. Hago como que es el teléfono móvil para quitarle importancia pero, no tan en el fondo, sé que los balidos que acompañan el tañir del badajo no son otra cosa que la voz domesticada de una conciencia mansa.
Beeee, beeee, beeee... Y miro por la ventanilla para disimular.
Nota de la autora: La posición de pegatina, el aburrimiento del viaje y lo repetido del mismo dan, a veces, resultados como lo que ahora termino. Así y todo: Buen finde. Lluvioso, otoñal, bucólico y... complejo. Pero bueno, esa es otra historia.
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