Teoría del ciprés
Alameda y huertas
Desde aquí y hasta aquí, Segovia es una página miniada del Libro de Horas de un obispo renacentista traductor, o jardín por donde, caviloso, pasea el Canciller rota la clausura de su gabinete en una de las torres del Alcázar.
Cantan su libertad los grajos, esos pájaros estridentes que alquilan los nidos entre las rocas. Río, arboledas, convergencia de caminos antaño carreteros. Desde las alturas de la huerta conventual del Carmen, "la luz pintora", en palabras de Dionisio Ridruejo, se desmesura jubilar y atónita engalanando el horizonte.
¿Y el ciprés?
Vecinos de las ermitas, señala un espacio oriental, un acorde galileo. El ciprés es árbol metafísico, rectilíneo, texto bíblico vegetal. Con el sol, verde fulgor. Bajo la lluvia, hisopo, mojadura que empapa de nuevas inocencias las derrotas del alma. Dicen que lo plantó el Santo, con sus propias manos, adivinando cual sería el cuenco de su cuerpo hasta el tiempo sin cenizas de la resurrección. Aquel pequeño fraile, "mudejarillo" de las tierras de Avila, llama aspirada por el amor de Dios, busca la metáfora de este ciprés donde anida el rumor de los coloquios. La amorosa atención de Fray Juan de la Cruz, arrebatado por la impensable dulzura y el "recio consuelo" de la Noche Oscura, "en la que los mensajeros no saben decirle lo que quiere". El, se sabe arcilla y elige entonces el refugio vegetal del valle, la húmeda canción del agua que alimenta a las raíces y torna sonoras las hojas del árbol.
En su ayer de Juan Yepes conocía al pino del páramo por Arévalo y Medina. En Ubeda dejaba transitar su mirada por entre los olivos, padres del aceite. Y en Segovia, buscó la compañía de las hiedras y los álamos.
Pero no era ninguno de ellos su árbol. Y encontró al ciprés. Viejo amigo de los muertos, de los solitarios, de los ángulos de los jardines claustrales. Para algunos, punta de lanza en las batallas que abren portillos en el cielo. Para él, humilde poeta de oscuridades-iluminadas, mejor dardo o saeta escapada de una aljaba. La "flecha enherbolada de amor", de Teresa de Jesús. Y lo subió sobre las peñas grajeras para que lo moviese el viento de la esperanza. Este ciprés, el suyo, de parva presencia, es un pájaro solitario, una señal de atención firme en el mapa del espíritu. Miguel Delibes definía la sombra del ciprés, alargada, y tenía razón, porque, su cuerpo y su sombra quieren huir, despegar raíces y ensayar un vuelo a la otra ribera donde Dios junta los nombres.
Desde aquí, el fraile poeta ve las murallas de Segovia dulcemente quebrantadas por un verde asedio vegetal, y las almenas, "el aire de la almena/ cuando yo sus cabellos esparcía".
Y las secretas escalas "para ascender a las torres". Más que en ninguna otra parte de la geografía poética Sanjuanista, es en este paisaje donde el místico recolecta mayor número de imágenes, o mejor, de símbolos, ya que el símbolo precede siempre a la imagen. Es por ello este huerto conventual un mirador de excepción para entender sus atrevidos vuelos y al mismo tiempo, interpretar el paisaje de Segovia.
Junto al ciprés quedan también las olvidadas azucenas, los sotos y el rumor de la fuentecilla. En la noche -"la gran viuda del sol"- que definía Lope de Vega, el ciprés destaca sobre el cielo su volumen vertical, y explica a mitad de camino entre el Cántico Espiritual y La Noche Oscura, todos los sigilos místicos y amorosos que aquí se desparraman y acotan el camino de las difíciles ascensiones soñadas y sentidas por el mínimo frailecillo y Doctor de la Iglesia.
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