El runrún de la cabeza
Por fin puedo mover los dedos de las manos. Los de los pies los he podido mover en todo momento, pero yo no soy como esos pintores que cogen un pincel entre los dedos del pinrel y te hacen un bodegón para echarse a correr.
Yo he sido siempre bastante lerda para la cosa de la psicomotricidad fina, así que ya me contarán ustedes cómo podría haber hecho ni la o con un canuto, si me he llevado casi tres meses como la novia difunta de Tutankamón, es decir, vendada de la cabeza a los pies.
Por cierto, gracias por los emilios. Gracias por los que celebraban mi ausencia; gracias por los que se interesaban por ella, por los que me han hecho reír y por los que me han hecho llorar, por todos gracias. Que ya lo decía Wilde: “que hablen de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen”.
Llegados hasta aquí ustedes se estarán preguntando si me ha pasado por encima una apisonadora, he salido despedida del Dragón Khan en el segundo looping, o es que, en esta tontuna que me caracteriza, me ha dado por participar en combates de sumo.
Nada más lejos de sus pensamientos. Si es que los tienen.
A las mujeres cuando nos entra un runrún en la cabeza, sea cual sea, somos como vacas locas, como búfalos en estampida. Enfilamos todo derecho, y palante hasta que nos estrellemos. O no.
Y esta vez ha sido o sí. Un o sí a lo bestia, sin paliativos, con daños colaterales y post operatorios múltiples. Me explico.
Ya saben, alguna vez lo he contado, que servidora ya no es precisamente una lolita que vaya haciendo estragos a su paso. Las mujeres de cierta edad, la mía empieza a ser incierta, nos miramos al espejo y sólo alcanzamos a ver los efectos residuales que ha ido dejando la vida. Sedimentos flácidos que se acumulan en las caderas y hacen que el culo se descuelgue con una ingravidez mortal.
Yo tenía unas tetas, no hace tantos años, digamos que carismáticas. Tetas lozanas, sin complejos, casi altaneras. Eso era hace unos años. Los pechos que he arrastrado, nunca mejor expresado, el último decenio, han pasado a parecerse a un par de pimientos morrones asados y mis caderas y mi trasero tienen menos tersura que un pellejo de vino de Casa Chicote.
Y aquí es donde les explico definitivamente.
El runrún, ya les digo, es el que tiene la culpa de todo. Que llevaba una temporada mirándome al espejo y las medidas que me devolvía, el muy cabrón, eran las que más nos aterrorizan a una mujer: noventa, noventa y revienta.
Sí, ese revienta son los efectos residuales de los que hablaba hace un rato. Maldigo la hora en que Doménico y Andrea, allá por el s. XVI, en su casposa ciudad de Murano, inventaron el precedente del espejo de hoy. Hombres tenían que ser…
“Me he apuntado a Cambio Radical y que sea lo que Dios quiera”, dije una tarde que Chari estaba en casa. Ella puso los ojos como platos, mi madre como soperas, mi hija se cagó en todos mis muertos (Después se santiguó; que los cursos para líderes emergentes que recibe directamente de Acebes dejan su huella) y mi Jose dijo literalmente: “Tronca, realmente eres un crack. Otra como esta y se me parte la polla”. El guantazo que le solté se perdió entre la densa situación que se había creado en la sala.
Aurora, tú estás locas, decía mi amiga, si se te ocurre ir a un programa como ese, te juro por mi p… vida (Chari nunca jura a no ser que esté verdaderamente dolida) que te borro de mi memoria para los restos.
No la hagáis caso esta está cada día más mochales (palabra que mi madre utiliza a discreción desde que se hizo fan acérrima de Lina Morgan. O sea, toda la vida). Qué se va a haber apuntado ésta a un programa como ese. Es como si yo dijera que me he apuntado a Mira quien Baila. Ni caso, ya os lo digo yo, ni caso.
Te prohíbo mamá que vayas a ese programa (dos persignaciones en el ínterin). No me puedes hacer esto ni de lejos. Precisamente ahora que Silvia (Clemente) me ha dicho que tengo un futurazo de no te menees en el partido… Es que te lo prohíbo terminantemente, osssséa, no sé si eres capaz de entenderlo. Y abandonó la sala hecha un mar de lágrimas (frase recurrente donde las haya).
El chico seguía partiéndose la entrepierna, con esa risa bobalicona que tanto me irrita.
Ya saben que una propone y Dios dispone, y como pueden imaginar no me llamaron del programa. Cosa que por un lado me decepcionó y por otro hizo que mi autoestima subiera un par de puntos al pensar que tan mal no debía de estar cuando no me veían como un caso de urgencia.
Pero el runrún seguía y el cabrón del espejo me seguía diciendo que eran los de la tele los que se equivocaban.
Unos días antes de que mi Cacahuetes revalidara el derecho a calentar el sillón por cuatro años más, que a mi Conchita Pita y pita gol y a mi Paco Álvarez les sacaran la cartulina roja (por cierto que yo he sacados mis ahorros del banco en previsión de que este último vuelva a la entidad a trabajar –ja-) y de que la Bea Escudero se quedara más planchada que el esmoquin de un lord, servidora, sin encomendarse ni a Dios ni a los santos, y mucho menos a la familia y amistades, con el pretexto de irme unos días a Campello a descansar, me hice ingresar en una clínica (de las de tronío, eso sí) en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme (¿le pasaría a Cervantes algo semejante a lo mío, y de ahí la frase?) con la intención de bajarme el diámetro del abdomen, subirme los glúteos, ponerme un poquito de hocico y rellenar las ubres como en mis mejores tiempos.
Hasta en la hora bendita. Hasta en la puta hora que entré en el quirófano. Me habían asegurado que saldría por mi propio pie en menos de una semana y casi salgo, mejor dicho, casi me sacan en una caja de pino.
Al cuarto día de estar ingresada tenía los morros como la Pantoja de Puertorrico, las tetas una mirando para Cáceres y la otra para Valencia, el culo como el bombo de Manolo (el del bombo) y más agujeros en la barriga que un toro banderilleado por un subalterno bizco.
Mi familia me devolvió a casa en una ambulancia medicalizada y no he salido en todo este tiempo más que para asistir, por compromiso, a un inenarrable concierto de la Coral de la Universidad SEK junto a la panda de Parra Jazz Quartet, que quedará, junto a la actuación de Belén Esteban, en los anales del esperpento. Nada que decir del inefable López Navia, que con su verbo pagado de sí mismo, actuó como daño colateral que retrasó, ostensiblemente, mi sanación.
No he querido aburrirles con la parte del post operatorio. Es tan triste… Sé que me he perdido muchas cosas en estos meses pero he estado atenta y ya estoy de nuevo aquí. Otros no lo pueden contar (que descanses en paz Polanco, o no), pero yo sí. Y a tenor de lo dicho por Maritere de la Vega, la libertad de expresión es incuestionable. Incluso hasta cuando quienes salgan en los papeles sean príncipes y muestren una actitud de follar. Pongo por caso.
Yo desde ahora, y con la lección aprendida, como dice mi Martirio: “dejarse llevar, que el cuerpo no tiene la culpa de ná…”.
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