Golosos del turrón
Andrea ha aprendido de su madre y de su abuelo a hacer el turrón de Jijona, el “duro”, el de “chocolate con avellanas”...
Todas las Navidades, el día que sortean la lotería por la tele, llenan la cocina de cacerolas, tarros con frutas confitadas, mangas pasteleras, paquetes de almendras, azúcar fino y mil y un utensilios como cucharones de madera, molinillos o moldes de variadas formas. Y cuando los niños de San Ildefonso “cantan El Gordo”, en casa lo celebran con un vasito de sidra y los primeros mazapanes recién salidos del horno, en forma de caracol, jarritas, panecillos...
La familia de Andrea es “muy particular” -como aquél patio de la canción infantil-; los pasteles rellenos de nata y de crema, los merengues, las tartas nupciales y hasta los donuts con chocolate que toma en el recreo, se hacen a diario en el horno de su papá, que antes fue de los abuelos: María y Paco, los Golosos. En Navidad los pedidos se multiplican porque llega la hora de los turrones, las anguilas de mazapán, las galletas en forma de estrella con mermelada de fresa, los roscones de Reyes y las figurillas de chocolate recubiertas con papel de plata y un dibujo de Papá Noel.
Turrón de pobre
“¿A qué no sabías que también se hace turrón de mazapán?”, le pregunta Andrea a su hermano David. “Y de café, chocolate, nata con nueces, pistacho, arroz con leche, yema, frutas escarchadas, fresa con avellanas, trufa...”, le responde él. El abuelo les ha contado que cuando era niño en Nochebuena sólo comía un turrón, el turrón de pobre, un higo seco al que se metía una nuez dentro. En algunas casas, se compraban dos tabletas, una de turrón del blando y otra del duro; y muchas mamás hacían una masa que después freían en aceite muy caliente para derretir el chocolate que llevaba dentro, eran los fritos.
Al casarse, el abuelo se fue a vivir a Inglaterra, y en navidades solían tomar puddings de frutas, cake de avellanas y bizcocho de jengibre. Para celebrar sus bodas de oro, viajaron a Francia el día de Nochebuena, donde después de una espléndida cena les sirvieron varios trozos de tronco de nata y chocolate y el abuelo, un pastelero curioso, no supo adivinar todos los ingredientes de tan estupenda receta y se la pidió al mêtre del restaurante.
“¡Cuánto han cambiado las cosas!”, dice siempre la abuela María, “incluso las recetas del turrón casero”. A ella le gusta mantener la que le enseñó a su vez su padre, también pastelero. Para el turrón blando la abuela prepara encima de la mesa un tarro de miel -sobre un kilo-, ocho puñados de almendras sin tostar, otros dos puñados de nueces peladas y seis más de avellanas tostadas; coge también tres puñados de terrones de azúcar y otro tarro con azúcar fino -unos seiscientos gramos-, un poco de harina, una tabla y un papel blanco absorbente.
Después de machacar las almendras, las nueces y las avellanas en un mortero de madera, María La Golosa busca su perol favorito, el que tiene sus iniciales grabadas, y lo pone al fuego para calentar la miel y retirar la espuma cuando empiece a hervir. A la miel, añade casi todo el azúcar fino y lo remueve con el cucharón de madera que le regaló su marido las pasadas navidades, hasta convertir la mezcla en un jarabe, ni líquido ni espeso. Es el momento de agregar los frutos secos picados y el resto del azúcar fino para formar una pasta homogénea.
Preparación
Elisa, la mamá de Andrea, prepara entonces una tabla espolvoreada con un poquito de harina para que esta pasta dulcísima repose durante todo el día, de ocho a diez horas. A última hora de la tarde, después de haber hecho kilos de mazapanes, varias tartas y tartaletas, troncos de nata y nueces y un sin fin de frutas escarchadas rociadas con chocolate, Elisa machaca de nuevo la pasta, a la que se habrán añadido los terrones de azúcar, en un mortero; como último paso, la muele -en una pequeña máquina de moler- y la vierte en un molde forrado con papel absorbente.
Andrea sabe, que tal delicia no podrá probarse hasta la última noche del año, ya que el molde, cubierto con una tabla encajada y un peso a modo de prensa, deberá reposar durante ocho días en un lugar fresco. Se desmoldará en la mesa y se partirá en pequeños trozos junto a turrones de otros gustos, nueces, polvorones, almendras blancas, uvas pasas, orejones e higos secos, para servirlo todo en bandejas de cristal.
Galletas
Mientras, y hasta el día 31, Andrea aprende cada Navidad a elaborar un dulce; este año, hará galletas en forma de estrella cubiertas con mermelada de fresa, de ciruela y melocotón, porque dice que por la noche el cielo es siempre del mismo color, azul oscuro y con pintas blancas y amarillas. A ella el cielo le gustaría que fuera más divertido, lleno de colores, como los de los fuegos artificiales que ve en el verano. Además, y con lo golosona que es -le viene de familia-, va a enviar sus galletas por correo hasta Colombia, en un paquete urgentísimo donde se lea muy clarito Manuel Méndez y Carrasco, el nombre de un niño amigo suyo que sus papás apadrinaron hace unos meses; Manu, como le llama la familia, no hace más que mandarles cartas y alguna foto, donde el cielo se confunde con el mar al atardecer y todo se llena de mil colores, como las galletas de Andrea.
Esther Maganto
Publicado en Páginas de Segovia en diciembre de 1997
Ilustración: Elías García Ledo
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