Puntual como la muerte
¿Quién no ha sufrido alguna vez una tensa espera con miradas continuas a la esfera del reloj?
Nunca he sido muy aficionado a entonar “mea culpas”… No, no piensen que esto supone que en todos estos años de andanzas agridulces no haya aprendido a pedir perdón, no. Tal vez sea una de las pocas cosas que uno descubre, por economía, cuando pasada cierta edad vislumbra la futilidad de la mayoría de las discusiones. Una disculpa a tiempo y la vida es más fácil. Volviendo a lo que nos ocupa, quiero referirme a temas espinosos en los que uno expone sus propios pecados. Y hoy, queridos míos, expongo un tema, la puntualidad, con el riesgo de que pueda ser utilizada como arma arrojadiza por aquellos a los que aprecio. Los que no merecen este castigo pueden utilizar estas líneas como mejor les parezca.
Y el caso es que… ¿quién no ha sufrido alguna vez una tensa espera con miradas continuas a la esfera del reloj? Sí, todos conocemos la situación. Una cita, un lugar, una hora… Y allí estamos, en medio de vaya usted a saber dónde, con qué inclemencias climáticas y sin saber a qué atenerse… La cavilación nos hace recorrer la justificación mesurada (“se habrá entretenido”), la impaciencia creciente (“joder, el tío/a este/a”) y, pasada la barrera psicológica de los 10 minutos, el instinto asesino (“se va a enterar, no vuelvo a quedar nunca”, “si dentro de cinco minutos no aparece me voy”). Y hasta algún desliz de cándida inocencia al filo del plazo (“¿Le habrá pasado algo?”).
Y al final, cabreo más o menos, aparece el susodicho, el esperado, con premura, jadeando una interpretación óptima que en algunos casos se interpreta desde la última esquina. Mención especial merecen esos dioses que, con retrasos de más de media hora, llegan tranquilos, con paso de domingo para ver el vecindario y una sonrisa de oreja a oreja.
Y después el trámite de la disculpa, sencilla y directa a veces, enrevesada e inaudita otras. Y aunque en todo el proceso la naturaleza de la relación con el impuntual desempeña un papel clave, es aquí donde juega su mayor baza. A un hermano no se le admiten casi excusas, ni a amigos con años de confianza. Con las medias naranjas todo depende del tiempo de relación. En los primeros encuentros todo se perdona tan pronto como aparece el objeto de deseo… Con el tiempo y la confianza es otro cantar.
Por otro lado, éste, como cualquier otro tema, también se nutre de personificaciones. Todos tenemos un amigo extremadamente puntual, otro que siempre llega tarde y que nos permite salir de casa con un retraso calculado, y aquellos con los que mantenemos un hoy por ti y mañana por mi.
Pero la impuntualidad, como la conocíamos, está herida de muerte. El reinado del móvil ha cubierto su territorio con una sombra alargada. ¿Qué alguien tarda? Llamadita e información de primera mano: “está aparcando”, “ya llega”, “que le digamos dónde vamos y allí nos encuentra”…
Temo que algún día echaremos en falta la impuntualidad de antes, la de la espera y la incertidumbre. Al fin y al cabo lo preciso, lo que cumple plazos inexorables no tiene por qué ser lo más agradable de nuestras vidas. Los procesos biológicos, la edad, el paso del tiempo…la muerte… son ejemplos claros. Esta última, es sin duda la reina de la puntualidad. Me viene a la memoria esa famosa frase que describe al que llega a la hora como “puntual como la muerte”. A lo mejor, con ella, esta nueva manera de manejar nuestros retrasos pueda sernos de provecho y llegada esa última cita, podamos agarrar el móvil, presionar el plástico de las teclas con decisión, y decir a nuestra puntual amiga, “oye, al final no puedo, casi lo dejamos para otro día”.
El Padrino
Publicado en Páginas de Segovia
Enero de 2004
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