Ni somos ni queremos ser así
Artículo de opinión sobre la instalación de la estatua del diablo en Segovia elaborado y remitido por un grupo de ciudadanos de la ciudad.
En la mañana del jueves, 17 de Enero, una docena de personas, la alcaldesa de la ciudad entre ellas, se reunían en Vía Roma para inaugurar la placa que, desde ese momento, recordará la denominación de la glorieta situada entre esa calle y la de San Gabriel. A propuesta de la Academia de San Quirce, y para preservar su memoria y honrar sus méritos respecto a la ciudad, el nombre será Melitón Martín, ingeniero, escritor y político segoviano que ya fue reconocido por el Consistorio nombrando así a una calle en el año 1892, reconocimiento que se tornó desconocimiento y olvido en el año 1990, cuando otro Gobierno Municipal decidió que ningún inconveniente había en eliminarlo del callejero, sustituyéndolo por otro. Pues bien, a este acto no asistió ni un solo representante de los medios locales de comunicación. No era un boicot, sino una opción: la noticia estaba en otro lugar de la ciudad, concretamente en la entrada al edificio del Ayuntamiento, donde esperaban la llegada , para su registro y posterior entrega a las autoridades, de las firmas contra la instalación de una estatua del Diablo en una calle segoviana. Lo que podía haber sido una pequeña anécdota en la vida cotidiana de la ciudad saltó a la prensa nacional primero, a la internacional después, convertida ya en “la ciudad de Segovia se opone a que una estatua del Diablo se siente tranquilamente en una de sus calles a la vista de todos”. Escándalo mayúsculo, noticia digna de todos los esfuerzos, pues en esas fechas ya habían sido muchas las manifestaciones, escritas sobre todo, a favor o en contra de la instalación, por lo que parecía bueno seguir alimentando el debate y, con ello, su repercusión mediática.
No es nuestra intención tomar partido en este debate, sino intentar analizar sus causas y poner de relieve las desastrosas consecuencias que puede tener para configurar la visión que de la ciudad y de sus moradores extraigan quienes, desde fuera, nos miran atónitos.
La promoción de recogida de firmas la inició una asociación cristiana, creada ad hoc, llamada San Miguel y San Frutos, a la que con posterioridad se han unido otras voces. En su recurso, dicha asociación argumenta su reclamación en siete puntos, tres de los cuales se refieren específicamente a los aspectos administrativos de la aceptación de la estatuilla por parte del Ayuntamiento. Carecemos de los datos necesarios para valorar esta cuestión, pero sí afirmamos que, por tratarse de algo en lo que el erario público puede estar comprometido, la autoridad municipal debe resolver cuantas dudas razonables existan y hacer públicos los términos y las condiciones establecidas por las partes.
Afirma dicha asociación, en el punto 2 de su reclamación, que con la instalación de la estatua “no se respeta el patrimonio cultural inmaterial, ya que traiciona el sentido de la leyenda del Acueducto, en la que el diablo aparece vencido y no triunfante, ni gracioso o bonachón ni con un teléfono móvil en la mano, lo que nada tiene que ver con la leyenda”.
Esta leyenda, una más entre las muchas que en la literatura tienen como tema los pactos con el diablo, es de las más inocuas, tanto que se nos contaba en nuestra infancia en la escuela y se ha editado en “versiones para niños”, resaltando sobre todo no la derrota, sino cómo el taimado diablo era engañado, bien por las velas que, encendidas por la aguadora, hacen que el gallo cante como si del amanecer se tratara, bien por el adelantamiento milagroso de la salida del sol tras el arrepentimiento de la joven y la mediación de la Virgen. Más que de la derrota del Diablo, estas leyendas narran, derrochando imaginación, la lucha del ser humano por salir de situaciones dolorosas, difíciles, insoportables a veces. El Diablo no es sino una de las instancias de poder, real o imaginado, con capacidad para hacerle escapar de ellas, pero no la única: hacer promesas, encender velas, ofrecer sacrificios, etc. tienen la misma función. En este contexto general de dureza de la vida, el móvil en la mano no pasaría de ser un lenitivo, una invitación a la sonrisa.
Una vez conocida la efigie, han sido varias las opiniones sobre su aspecto: es feo, parece un ser amigable, tiene un aire gracioso y bonachón, ¡está desnudo! - digámoslo así para huir de la chocarrería-, opiniones que reproducen algunos elementos de la iconografía del Diablo, que no ha sido uniforme a lo largo de los siglos, pues iba satisfaciendo diferentes situaciones político- culturales y necesidades catequéticas. En tradiciones culturales y religiosas diferentes, las representaciones del Mal, nuestro Diablo entre ellas, han recalcado su fealdad. Una fealdad que, en la europea, se fue radicalizando a partir del siglo XI, cuando comienzan a añadírsele rasgos monstruosos y zoomórficos (un mosaico de S. Apolinar Nuevo, en Ravena, fechado hacia el año 520, aún lo representa como un ángel rubio). La Modernidad fue suavizándolos de nuevo de un modo ostensible, pues el uso era distinto. ¿Es feo el diablo? No parece que el debate estético tenga mucho sentido, a no ser que se expliquen los fines para los que va a emplearse una representación determinada.
Es, sin embargo, el primer punto de la reclamación el que creemos más relevante y más necesitado de análisis. En él se afirma que la estatua “resulta contraria a los valores cristianos y al derecho de libertad religiosa, en cuanto que no respeta las creencias cristianas, e incluso impone como oficial, desde el Ayuntamiento, a un nuevo “dios de Segovia (Segodeus), en la medida en que el nombre otorgado a la estatua, en latín, tiene ese sentido sugerido o evocado”.
Empezando por esta última afirmación: el autor podrá explicar qué sentido tiene para él el nombre elegido, pero que esté en latín ni autoriza ni justifica que se proponga como traducción sugerida o evocada que lo que se pretende es reivindicar para Segovia un nuevo dios, sustituto del “titular”. Estaría justificado si el nombre elegido fuera “Segovia e Deus”, pero no es así como lo escribió, por lo que la afirmación que se realiza no es más que una versión interesada que pretende, sin embargo, pasar como si de un hecho cierto se tratase.
Creemos, por otro lado, que la frase, de éxito actual indudable, “todas las opiniones son respetables” sirve para encubrir una cierta pereza intelectual: si mi opinión es respetable porque es mía, ¿para qué voy a argumentarla? Algo similar sucede con las creencias, también son respetables por el mero hecho de que existen. ¿Habría que respetar entonces la creencia en que la Tierra es plana? Parece obvio que lo respetable no son ni las opiniones ni las creencias, sino los sujetos que las mantienen. Aquellas son, o deben ser, si se quiere mantener una cierta honestidad intelectual, argumentables, sometibles a discusión y crítica racional y ningún escándalo debería suscitar hacerlo. ¿Qué valores cristianos se ven dañados por la ya tantas veces mencionada estatuilla; cómo su presencia privaría de libertad religiosa a quienes, haciendo uso de ella sin ninguna traba, se proclaman cristianos? En la ciudad habitan miles de personas, segovianos de nacimiento o adopción, unos que creen a Dios (bajo la apelación que su cultura, su historia, su reflexión , les hayan proporcionado); otros que creen en su creencia en Dios; otros descreídos, o agnósticos, o ateos. En sus calles encuentran cada pocos metros una iglesia (algunas de ellas bellísimas) de una sola confesión y oyen a menudo el sonido de sus campanas. A esas calles llegan desde sus domicilios, situados en barrios que, con un altísimo grado de probabilidad, llevan nombres de santos. Ven cómo por ellas desfilan anualmente cruces, clavos, espinas, cadenas, figuras ensangrentadas, capuchones, obras de orfebrería paseadas en carroza, recepciones victoriosas en las que ondean las palmas y los laureles. Saben por los medios de comunicación de catorcenas, catorcenillas, novenarios, centenarios de la presencia en la ciudad de centros religiosos de enseñanza, etc. Salvo una poética invitación machadiana a que se oiga el laico sonido de los yunques, no hay memoria de que alguno de esos que llaman a Dios de otro modo, o son descreídos, o agnósticos, o ateos, hayan pretendido que la justicia prohibiera tales manifestaciones arguyendo para ello el ataque a sus creencias, la pérdida de su libertad o el deterioro consciente de sus valores. Tampoco esas diferencias han impedido que nos juntemos en los mismos bares, cines, teatros conciertos, festivales ¿Es la estatuilla motivo suficiente para romper esta convivencia pacífica entre ciudadanos diferentes? ¿Se esconde, tras esta algarada, el deseo de regresar a los tiempos nefastos de la unión non sancta entre religión y política, de la uniformidad controlada del pensamiento y la conducta de los ciudadanos?
Segovia no es, ni quiere ser, un reducto amurallado dentro del cual, y bajo el cobijo de los campanarios, unos súbditos-feligreses obedientes discuten acaloradamente sobre la necesidad de combatir al diablo. Es, y quiere seguir siendo, una ciudad abierta, moderna y cosmopolita, racional en la mayor parte de sus actividades, libre de ataduras del pensamiento y de supersticiones, que huye de la uniformidad porque sabe que ésta siempre produce la exclusión del diferente. No queremos que nuestros visitantes se acerquen a nosotros para contemplar de cerca unos bichos raros perdidos en disputas medievales, no queremos que vengan acompañados de su exorcista personal. Con ellos estaremos dispuestos a seguir luchando contra el Mal, pero no personificado en imaginaciones, sino sabiendo que sólo tiene un sujeto: el ser humano.
Segovia al día no se hace responsable de las opiniones de nuestros colaboradores.
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